Subrayados La peste
Confesión rápida: A Camus siempre lo he leído con sobrado interés; siempre me ha parecido un escritor potente, con un entendimiento fino, incluso cálido, sobre la condición humana y los debates de su tiempo; aunque regularmente, casi siempre, suela cerrar los libros con incredulidad, escéptico de sus conclusiones. A propósito de El hombre rebelde, por ejemplo, si bien puedo acompañar al autor en sus preocupaciones por la violencia racional, el tema más contundente de su obra, no puedo seguir el hilo que conecta las narrativas (de una torpeza infinita) de un Marqués de Sade con la guerra o el sistema de castigos totalitario, ni puedo omitir que el capitalismo en su versión más encarnizada (aquel capitalismo que produjo la obra de esos escritores irresponsables en el XIX), de sometimiento absoluto y completa mercantilización de subjetividades, también es una suerte de guillotina nada cómoda; entiendo el propósito político del texto, pero no puedo consentir intelectualmente esas causalidades. Tampoco convengo, o cada vez menos con la edad, o porque en este momento me siento justificadamente más oscuro, con lo poco de intenso sensualismo y hedonismo que se propone ante “el absurdo”: con ese espíritu de carnaval, de una vida centrada en el cuerpo. Es decir: releo siempre con revigorizado interés crítico al pensador, pero considero, y no creo que sea un ciego optimismo, que se puede más en términos morales (para el amplio público) y éticos (para los pequeños públicos) que lo que Camus propone y que la realidad tiene lamentablemente otras capas de complejidad, más atroces, más grises, que las que nos intentó revelar. Dicho lo anterior: aquí me encuentro nuevamente releyendo estos textos, principalmente La peste. A ver. Camus (contrario a un asfixiado y pasmado Kafka) lee el mundo moderno como un caos coherente; nota (aunque siempre con algo de desolación) cierta estructura vital con preceptos fijos: vida, tragedia constante, abandono de deidades, muerte. En consecuencia, si el mundo es hasta cierto punto inteligible, aunque oscuro, uno puede caminarlo y asumir los costos de esta decisión o de esta otra. Camus propone, entonces, una guía para leer y aceptar las tragedias y, luego, para actuar en consecuencia. Es decir: es un moralista (antes que un filósofo: un pensador de la duda) que escribe con causa, por ponerlo de una manera amable, en favor de la vida y en contra de la muerte. Y, por esto mismo, solo por esto mismo, siempre merecerá nuestra atención. Tenemos a un hombre de cuerpo y alma escribiendo a la alegría de vivir. Esto entra en escena a la perfección en La peste, libro que se ha releído con algo de resignado fervor entre los privilegiados que quedamos. En La peste a los pobladores de Orán, aquella pequeña ciudad asediada de repente por una letal enfermedad colectiva, les toca aceptar que esto, y no más, es la vida. La peste, en Oran, en Camus, no es, nunca es, una anomalía: es la vida misma henchida de desgracias: es el absurdo axiomático irrumpiendo en la cotidianidad de los habitantes de esta pequeña meseta. Ante la tragedia, ante esta manifestación de la tragedia cíclica, ¿cuál es el orden moral que seguir, esa enseñanza por la que estamos discutiendo esto? ¿Hay que quemar una casa, abrumarse en la propia miseria, celebrar, tirarse de la azotea, timar al vecino? No. Camus vuelve al alegato mismo: seguir la moral de los médicos, que buscan el bien sin necesidad de protagonismos excesivos, mucho menos: sin necesidad de imponer con violencia sus figuras “heroicas” (para luego, por supuesto, exigir sus estatuas, sus plazas, el cariño del pueblo, etc.). No hay normalidad. No hay vuelta al pasado. Nunca hay luz constante. Hay un flujo de tragedias: errores diplomáticos, enojos de la naturaleza, accidentes terribles, infiernos creados por políticos dementes, etcétera. Es la miseria cíclica. Una marcha constante, como siempre, desde siempre, hacia la nada. En este sentido, el camino moral que emular es el del heroísmo sin foco. Y esa es la enseñanza básica que voy a tomar hoy, en un momento de tanta oscuridad. Simplemente eso. Ni más, ni menos. Lejos de la retórica bélica de la izquierda (que cada día me cansa más), lejos del fetiche por la organización productivista, militar y fascista de la derecha (que al parecer nunca muere), ejercer radicalmente ese justo medio y civil de Camus: la simple pero difícil, escasa y necesaria tarea de ser un buen hombre.