Una nota sobre Ionesco
En Under the Volcano Books, uno de mis lugares favoritos del mundo, encontré hace unos días un libro ameno, Theathre in the Twentieth Century (Grove Press, 1963), editado por Robert W. Corrigan y con textos de Miller, Ionesco, Sartre y Brecht, entre otros, sobre la materia de los guiones, el teatro del absurdo, la actuación y la crítica. Particularmente el ensayo de Ionesco me entretuvo. El año pasado pude revisar obras como La cantante calva, La lección, Las sillas, El porvenir está en los huevos y (por supuesto) El rinoceronte. Todas las piezas me parecieron hermosa y destructivamente delirantes. El ensayo de Ionesco inicia con un inventario de cosas que odiaba del teatro, que sirven como un simple pretexto para abreviar su odio por la época y por el arte de la época. Le aburría la falta de vitalidad del teatro en general. Tenía bronca con los actores, esos trabajadores que se les paga por engañar. Detestaba el didactismo del arte ideológico; le parecía intensamente inerte, simple y tramposo. Su principal inconveniente era que el arte comprometido solo retrata una dimensión de la realidad: la tesis (una dimensión que además eventualmente caduca), cuando el arte, en el teatro o en cualquier disciplina, debe problematizar los grises de la miseria humana, que es lo realmente universal y perenne según el dramaturgo. Entonces, un arte ¿apolítico, puro? Para Ionesco el debate no estaba en esa dicotomía. La pieza debe producirse y debe sostenerse en tanto pieza. Hacer arte, más bien, es buscar obstinadamente una zona de incomodidad más allá de las doctrinas. En la posguerra había que recuperar esa zona y crear teatro a partir de ahí. Ionesco hacía un llamado a alejarse, cuanto antes, del teatro ideológico y sus falsas promesas de emancipación. Pedía, mejor, explotarlo todo en la obra: exagerar cada acción, gesto, línea; empujar todo a un estado de paroxismo; emprender un teatro de violencia: de comedia violenta, de drama violento; reencontrar, en el teatro, ese instante en que se desarticula y disloca el lenguaje; introducir algo incomunicable “fuera del tiempo”, en el tiempo, en lo comunicable. Es decir: ampliar los límites del teatro, renovar la relación del público con la pieza y discutir, en el violento trance, ciertos temas: la alienación, el sin sentido diario, el egoísmo, la incapacidad de comunicación, la hipocresía, los delirios de grandeza. No te voy a presentar un programa político o un tratado (eso déjaselo a los oradores de tu partido o a los periodistas), sino una experiencia que es espejo que es dinamita, escribe en el ensayo. Así reaccionó a su época Ionesco. Equivocado o no, sus obras viven porque siguen siendo incómodas. El hambre de ciertos grandes artistas por convertirse en trolles atemporales es una cualidad que siempre he admirado. Hay un insaciable troll en Borges y en Caravaggio, en Mozart y en Kanye West, en Charlie Kaufman y en Ionesco. A veces se trata de una estrategia rutinaria, otras solo de un divertido lujo. Ionesco abogó por un arte-troll-total: una farsa que desquicie para regenerar: una irracionalidad que desacomode todo lo supuestamente sistematizado, porque solo así, gracias a esa convulsión, podremos volver a pensar. La sociedad, para Ionesco, no era una admirable civilización, un maduro proyecto racional, sino un huevo podrido.